La chica del Bus. Imagen por Maryan Palavicinni. Instagram: @marypalavicini |
Durante una temporada, mi rutina era más o menos así: Tomar el bus de Zapote a Chepe, de Chepe a Cartago centro, bajarse en la legítima última parada, caminar hasta el Max Peralta y tomar el bus que me llevaría hacia la zona industrial. Llegar a la zona, bajarse en la fábrica de pantalones. Sacar la tarjeta de entrada para que el guarda con el saca-bocados afirmara que entraba a la hora correcta. Seguir directo hacia la cocina, que por cierto contaba con dos micro-ondas para 200 empleados, buscar espacio en la refri para guardar el almuerzo preparado por la mama de uno era una faena complicada.
Si no topaba con suerte, tocaría dejarlo dentro del bolso y esperar que no se pusiera feo -lo más weiso, es que había veces que cuando uno abría el bulto para la "burra" a las 11:00 ya la cosa olía a pura leche agría- "Tocará botar esta vara para que mi mama no se enoje e ir a comprar un casadito donde Sandra". Aunque el arroz y los frijolitos eran sabrosos, la soda esquinera era famosa por que su carne tenía un toque especial, único en la zona. Cuentan los cuentos de fábrica, que una vez un pobre muchacho tratando de cortar el bisteck del casadito, terminó rompiendo el plato primero. Otra opción que tenía era la de gastar unos cupones de comidas rápidas que nos regaló unos meses antes un gringo que vino a hablar a favor del TLC y sus maravillas. Esa misma vez, conocí a Oscar Arias y nos aseguró que dentro unos años todos tendríamos Mercedes Benz y que las fábricas serían más bonitas. ¡Hasta habría posibilidad de comprar más microondas!
Pero bueno, me desvié un poco. La rutina era básicamente esa. Tomar dos buses de ida, almorzar. Tomar café por la tarde, tomar dos buses de vuelta para Zapote. Los días y los meses transcurrían sin pena ni gloria. Todos los días, despertar a las 530 am. Tomar café sólo en la choza porque ni mis hermanillos se habían levantado. Echarse una wateada rápida pa' ahorrar en los gastos de la luz, porque bien se sabe que esa vara chupa mucha corriente. Ponerse el pantalón de trabajo que nos daban en la fábrica (se lo iban rebajando a uno por quincena, es que entre tantos empleados seguro les sale caro regalarlo). Salir de la casa, caminar hasta la entrada por donde está el súper del chino y esperar el bus que lo lleva a uno pa chepe. Un día de tantos, la rutina cambió un poco. Cuando uno tiene meses de utilizar la misma ruta, a la misma hora, todos los días. Los rostros de la calle se tornan familiares, entran como en una realidad estancada entre el ser desconocido y una cara reconocida. Así, de tanto en tanto, empiezan a cruzarse los buenos días y las sonrisas entre las miradas que coinciden todos los días. Aunque lo anterior lo tengo claro hace un rato ya, nunca fui de los que me adecué al medio, raramente intercambiaba buenos días. Mucho menos sonrisas, siempre esquivaba miradas pero; una buena vez, como un balde de agua fría. Sin querer. Me perdí en unos ojos negros.
La tal fulana, traía un uniforme del banco de Costa Rica, en una de sus manos, traía un libro de color rojo, del cual no pude ver el nombre. En el otro brazo un enorme bolso negro casi tan negro como su cabello. De Cejas tupidas. No se me olvida que tenía un lunar café "borroso" en uno de sus cachetes. Labios pintados de rojo, pa' que le combinaran con el rojo del uniforme del banco. No sé por qué, pero el medio segundo en que cruzamos miradas cuando ella llegó a la parada en la que yo estaba, bastó para hacerme sentir un retorcijón en la panza bien bravo. Igual, no le di mucha pelota. Era una cara más, que tal vez se uniría al coro de la rutina diaria y se perdería entre la monotonía de la ciudad.
Los días pasaron. Un día. De repente, ya estando dentro del autobús. Sentí una vibra extraña proveniente de la chavala que se sentó a la par mía (que valga aclarar me traía "de un huevo" porque no paraba de maquillarse y con cada pasada que la daba al broche en el cachete derecho me metía un codazo). Me estaba conteniendo, mirando para la ventana, hasta que me sacó de quicio y me volví para decirle algo. ¡Era la tal fulana! No pude sacar palabra alguna, reconocí su lunar café borroso, y esta vez, al estar más cerca, me di cuenta que tenía unos ojos negros tan oscuros como puede ser la oscuridad de las Fosas Marianas. Me puse incomodo nivel Dios. Por dicha la mae se bajó dos paradas después. Pero la nervia no se me quitó hasta que llegué a la fábrica. Esa noche, no dormí. El suceso se repetía muchas veces en mi mente. No podía olvidar ese negro tan profundo del color de sus ojos.
Al día siguiente, empieza un cambio en la rutina. La mae se vuelve a sentar a la par mía. Esta vez, la atisbé a ver si se subía en el bus. Por dicha nadie venía a la par, y ella se sentó allí. Me incomodé otra vez, pero esta vez me hice a un ladito para que no me "codeara". Esta escena se repitió varias veces. Muchas veces me animaba a intentar ver qué era lo que estaba leyendo. Años después, leyendo a Oscar Wilde, supe que el libro de la tal fulana era un compilado de cuentos del escritor inglés:
"-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?... "
Conforme ese nuevo cambio se introdujo en la rutina, yo experimenté cambios. Ahora me rasuraba todos los días y hasta aplanchaba la camisa. Inclusive ahorré una semana para comprar un bultito nuevo para el almuerzo."-Tal vez, esta vez pueda preguntarle la hora, preguntarle discretamente que qué libro leía."(En esos tiempos no existía el teléfono celular, o al menos no era muy común) . No sé, todos los días una excusa me inventaba, excusa que se me esfumaba al tenerla cerca. Es decir, estando a su lado, perdía el don del habla. Era incapaz de pronunciar palabra alguna. Yo muy bien lo sabía, pero creo que me fascinaba imaginarme las conversaciones que podría tener con ella. Tal vez hasta en algún punto podíamos coincidir. Aunque, en parte ese miedo era porque ella se veía muy ejecutiva, seguro hasta estudiada era y uno, con costos le alcanzaba pa' los pases y pagar dos materias o una de la universidad. -"Tal vez Oscar Arias tenga razón, y con el TLC venga más platita", nos gustaba pensar a los compañeros de trabajo.
Un buen día, me animé y le dije: -Buenos días. -Buenos días señorito, contestó la tal fulana. Con una sonrisa perfecta que causó estragos en mi estomago. Al rato después, -Hasta luego, dijo la tal fulana... Contesté con un silencio sepulcral, como esos silencios que deben de existir en el espacio infinito, en esos vacíos infinitos que existen entre dos entes en el espacio exterior, esos silencios que aterran. Nunca se me olvida, que ese día en las noticias hablaban de un tal memorandum, y por la tele salía un diputado con acento español. Muy bravo él, por ese tema. Y no sé por qué, pero me gustaba mucho como él hablaba, y todo lo que decía. Me parece que era de apellido Merino, o algo por el estilo.
Bastó un cambio drástico. Basto con que "tuviera huevos", como decían mis amigos que me animaban a hablarle a "la doña del bus", bastó eso para que la aventura acabara. Al día siguiente, la tal fulana no se montó. El día siguiente, no se montó. Al día siguiente, del día siguiente tampoco. "Seguro está de vacaciones, apenas vuelva le preguntaré que qué se había hecho, tal vez de un tono jocoso le diré: -¿¡y diay!? Estaba perdidilla ¿ah? O tal vez la recibiría con un -¿Qué? ¿Pura vida...?".
Pasaron las semanas, y nada. Ni si quiera su perfume se atrevía a rondar por los caminos de la monotonía de ese entonces. A veces la ciudad es injusta, nos cambia la rutina de su propia existencia. Nos da algún aire de esperanza de cambio. Y de la misma manera en que introduce un cambio fuerte en su repetición infinita que nos agrada, nos lo arrebata. Y aunque me puse triste un tiempo, y ni siquiera la sonrisa que me hacía la cajera nueva del Más x Menos donde compraba la caja de cigarros me hacía olvidar ese rejuntado de sucesos, pienso que al menos me quedó el bolso nuevo para el almuerzo. Conforme fue pasando el tiempo, acepté esta nueva condición en la rutina aunque sé que nunca sabré el nombre de la muchacha del bus.
"Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta. "- El gigante egoísta, Oscar Wilde.
Está demasiado bonito me encantó
ResponderEliminarMae, me encanto el escrito
ResponderEliminarFascinante!
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